Las Utopías Grises


Mi padre era un hombre gris. Vestía siempre con corbatas alineadas y su tono nunca cambiaba, a menos que habláramos del horizonte. En ese momento, sus ojos se incendiaban, recogían un color marfil, llegaba a pensar que era pintura recién mezclada. Me contaba de la sensual imposibilidad de alcanzar el horizonte, de llegar a él. Cómo trepar la loma más alta del campo para bajarla corriendo, en busca de la puerta abierta para personas como él. También sobre cómo la sensación de tirarse del barranco y fingir que estás volando, puede abrirte las puertas del horizonte. Me hablaba de utopías sepultadas en la infinidad de esa línea. Recuerdo una vez pregunté -impertinente yo- :

“Papá, ¿y las lápidas de esas utopías?”

“Las ves todos los días Gonzalo”

“Pero papá, ¿cuáles son?”

“Qué son” - me recalcó la importancia de hacer bien una pregunta -

“¿Qué son?”

“Las estrellas, chicuelo”

“¿Y qué tienen que ver las estrellas con la muerte?”

“Tienen más de lo que deberían”

“¿Por qué papá?”

A estas alturas ya me estaba pegando un coñazo, algún escupitajo y me mandaba para el cuarto. Al hombre gris no le gustaban las preguntas referidas a su horizonte, pero recuerdo estas palabras, todas ellas -vagamente las mías- porque fue la primera y última vez que me respondería 5 preguntas.

“Las utopías también tienen alma. Estas utopías cuando mueren, van llorando mientras vuelan. Esas lágrimas, en vez de caer hacia el mar, junto con las lágrimas de todos los hombres, van hacia el cielo y se quedan colgando toda la vida. Jugando y dibujando en la noche para que las recuerden”


En ese momento callé, pero el crujir de sus pestañas por la llama que albergaban sus pupilas era sonido suficiente para mantenernos en una melancolía sórdida. Se escondían en la gargantilla de su camisa gris, los sueños de alcanzar el ocaso mientras guardaba un par de lágrimas en el pañuelo grisáceo del bolsillo gris claro de su traje gris platinado.


Recuerdo esto porque Tri ahora está dormida y yo intento encontrar el horizonte del que tanto me hablaba papá. El cielo venía en decadencia desde hace días, con tonalidades pantanosas o chillonas. No era el mismo cielo de hace 3 años, pintado de dorado o violeta, ambos tal vez. Antes dibujaba crónicas con las nubes, ahora solo hay arañazos apresurados en el atardecer. El beso eterno entre el cielo y la tierra se iba evaporando, descolorando. Intenté imaginar, en las palabras de mi padre, un lugar en la tierra del horizonte. Seguía acariciando el cabello de Tricia y en un momento pude encontrar la línea de la que tanto hablaba mi papá. 

Estaba en cada cabello que sostenía, el olor a cigarrillo pintaba bien entre las utopías atrapadas en la cola de cabello que sostenía. 

Seguí mirándola, inquisitivamente, casi odiándola pero con ganas de besarla hasta ahogarme. Buscaba más horizontes, más líneas imaginarias y ahí estaban.

Escondidas en sus clavículas, donde pasaba colgado en besos en las noches de frío amándola. 

Dos horizontes más dibujándose entre sus párpados, ahí se escondía el sol en los días nublados. 

Los ojos de Tri eran el mismo ocaso y despertar. Iba acariciándola, y ella soñando que la abrazaba, cuando encontré otro horizonte más en la curvatura de su cintura, justo dónde los sueños empezaban a cobrar sentido. 

En los cuencos de sus ojeras ahora se hallaban la luna llena, y menguaba en cada sonrisa que me daba al despertar. 

En cada gesto, línea, rasgo, incluso en las líneas que se iban formando en su frente y al costado de sus ojos, encontraba un horizonte, junto con una razón para seguir buscando más en ella. 


Pero tardé en fijarme, profundamente me castigo por no haberme fijado antes. 

La línea que ha separado todo este tiempo sus labios. Dulce, imaginaria, al alcance de un beso.

En ese momento lo entendí completamente, las puertas de las que hablaba mi papá. 
Las almas que se arrastraban en él. 
Las estrellas colgantes. 
Todo eso se encontraba al alcance de un beso. 
No de cualquier beso, ni de cualquier boca. 
Un beso de la boca de Tricia.
El horizonte. La utopía. 
La utopía estaba en los labios de Tricia. Y la alcanzaba todos los días.



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